o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
martes, 20 de octubre de 2009
Feliz Cumpleaños!!!
El pequeño vagabundo tenía una pecera llena de agua negra alrededor de la cabeza; bueno, como la que nubla los sentidos de la gente común y corriente todo el tiempo, al fin y al cabo; pero él no lo sabía. Adentro, además de su putrefacto cerebro drogado, nadaban los peces fosforescentes sin hacer nada, solo brillar en la oscuridad como resaltadores faber castell, abriendo y cerrando la boca como un montón de párpados inútiles. Esta escafandra de lunas polarizadas no le permitía ver nada más allá, entonces se golpeaba con todo lo que se atravesaba en su camino. Se chocaba con los árboles, los caracoles, las cometas que no volaban, las chicas con pantalonetas y perritos de menos de 30 centímentros que salían a correr a los parques en las mañanas, las cacofonías y los lentos autos que habitaban su planeta enfermo, lleno de personas desconectadas e invisibles. Nadie conocía el verdadero rostro del pequeño vagabundo, pero a nadie le importaba, así que ése no era el problema. Cuando esperaba su turno en el banco, los otros esperantes solo lo miraban un ratito y sus cerebros decían: “ah, es una cabeza negra con manchas de colores”, y al instante lo olvidaban, como todas las demás cosas olvidadas por otras nuevas y sorprendentes que suceden a cada rato, como seguramente quien lea esto lo olvidará pasado mañana o como aquel otro que, luego de leer el blog de Dios, lo olvidará y se ocupará de sus propios asuntos y oirá a sus propias voces y mirará sus propios peces fosforescentes.
Iba y venía a donde las voces le decían que fuera. Los peces, que eran lo único que podía ver, cambiaban de color y le decían cosas como: “oi, mira bien, oi sonso, que estamos hartos de los zamaqueos, los estunkeos, los crasheos y los rasheos que le metes a tu casco, oi sonso”; de la misma forma como los semáforos hablan con el espíritu de cada automóvil en medio del tránsito. El pequeño vagabundo era medianamente feliz en medio de esa confusión, porque a veces los peces estaban alegres y jugaban con su nariz o con sus ojos y le decían cosas como: qué bonita nariz, qué bonitos ojos, y el resto de engaños que suelen usar los enamorados para alcanzar el sexo de su presa. Y el pequeño vagabundo lo aceptaba pues al fin y al cabo eran peces y los peces son totalmente inofensivos y además así como a todo el mundo al pequeño vago le gustaba que los peces hablaran tan bien de su nariz y de sus ojos porque nunca los había visto. Pero eran suyos, como suyo era el dolor diario del roce con el mundo, y escuchar a alguien hablar tan bien de algo suyo le devolvía la voluntad de seguir viviendo. Al fin y al cabo era su vida, y, le gustara o no, tenía que vivirla día tras día en las mismas condiciones, esperando a que los peces lo edulcoren o lo regañen de acuerdo a las circunstancias y los caprichos piscianos. Cada vez que los habitantes de la pecera que envolvía su cabeza sufrían los continuos accidentes acaecidos, les pedía perdón a pesar que no sabía bien cómo no volverlo a hacer. El pequeño v. era una wevonazo, así que zamaq, stunk, crash y rash, todo el tiempo. Y dentro de la pecera manteniendo el ecosistema con vida como una bomba de oxígeno, su cerebro le decía al Pequeño Vagabundo, como un anciano lleno de sabiduría oriental con una delicada y armoniosa voz:
Oi
bestia inmunda de mierda,
puedes hacerle caso alguna vez
a alguien en tu puta vida.
¿No te están diciendo
que dejes de estar golpeando
esta cosa que llevas
alrededor de la cabeza?
que nos haces daño a
todos.
Y al decir “todos” su cerebro se miraba las descalzas puntas de los pies y se daba media vuelta lleno de senil incomprensión. El pequeño v. no podía comprender. ¿Cómo puedo ser normal y dejar que todo a mi alrededor funcione? si siempre lo estoy echando todo a perder, chocándome con las cosas y destruyéndolo todo a mi alrededor y dentro y fuera de mí. No lo entiendo. Ni siquiera sé dónde estoy ni para qué sirvo o qué hago aquí perdiendo el tiempo tan tontamente.
Entonces el pequeño vagabundo se tiraba al suelo y se ponía a llorar, a ver si algún día dejaba de ser el maldito y bastardo idiota que había sido desde que nació. Y sus lágrimas, además de asesinar algunos peces que no soportaban la sal marítima de sus ojos, clareaban un poco el agua, de modo que después de varias semanas de estar tirado en el mundo llorando, como un soldado norteamericano al que le han puesto una bolsa de yute en la cabeza para escuchar voces árabes que le hablan como máquinas vivientes a las cámaras de vídeo, despertó, abrió los ojos y vio por pedazos ese mundo que allá afuera rebozaba de vida y de cosas increíbles que nunca antes había visto como las nubes, las ballenas, los globos aerostáticos, los dientes de león, la tele y esas cosas de las que los peces fosforescentes nunca le habían hablado. Aunque por ese entonces el pequeño vagabundo no había logrado todavía leer a Borges porque le era técnicamente imposible leer esos incómodos libros de páginas que se escribían en ese tiempo y de los que nada sabía, conoció a través del lenguaje para sordomudos a Caperucito, un broder que le dijo: hey tío si quieres salir simplemente sales y ya. Y aunque el pequeño vagabundo no entendió bien lo que Caperucito quiso decirle con todo ese cuento de lo de la abuelita y el lobo, concluyó que ese chico que vestía una tela encima de la chimba debía ser, necesariamente, un buen tipo. Al menos alguien del mundo exterior ya le había hecho el habla, sentía que estaba progresando y que muy pronto ya nadie le increparía nada y podría ver el fútbol, ir al cine, hablar acerca del clima y qué sé yo, tantas cosas, en fin… ser una persona común corriente.
El pequeño vagabundo dejó de escuchar a los peces por un tiempo, en parte porque estaban muertos, pero principalmente porque los había olvidado por completo sin saber que éstos habían pasado a mejor vida debido a la salitrosidad de su llanto.
Como dije anteriormente, no murieron de la noche a la mañana. La conspiración suicida había sido un éxito. Pronto liberarían al pequeño vagabundo del terrible encierro cósmico que sufría, desde que las bestias satánicas le habían envuelto la cabeza con esa maquinaria de vidrio. Los peces aparecieron por generación espontánea, de la misma forma como crecen los ratones dentro de una bolsa sellada herméticamente llena de ropa sucia, pero ahora que estaban muertos y que había dejado de llorar, la oscuridad volvió crecer, como crece el verdor alrededor de un río, dentro del recipiente en el que estaban alojados el tequeño v y su cerebro.
A pesar que sus cuerpos habían dejado de brillar y se hundieron al fondo del acuario, causándole un escozor insoportable en el cuello, sus consejos quedaron guardados en el corazón del p. vagabund como estrellas de colores fosforescentes en medio de la acuosidad de sus percepciones. Ahora todos sus empeños estaban volcados en lograr salir de esa esfera que durante toda su vida lo había tenido ahí en medio del sofá, del hiriente vacío horizontal de su cama mirando al techo, rodeado del eco de voces cruzadas que todo el tiempo lo mortificaban con tareas pendientes y misiones cósmicas bajo el polvo del desierto, ecos de voces sin origen que definitivamente quería destruir y olvidar, apagar, dejar que se perdieran en un horizonte sin fin y ni un objeto donde rebotar. El eco debía terminar. Poco a poco fue sumergiéndose nuevamente en una total y abrumadora oscuridad, esta vez ya sin los peces que, aunque sin gracia, le daban un aire navideño a ese aterrador abismo que lo separaba de la realidad y los chispazos fosforescentes que todavía esparkleaban su corazón nostálgico cada vez que recordaba los buenos momentos con ellos ahí en su espectral danza submarina a escasos centímetros de su nariz, se fueron apagando uno a uno pues la rutina automática y el tedio uniformado lo habían deprimido, creo que como a todos, ¿no? Así que el p.V. estuvo ahí, viviendo un poco sin ninguna ilusión ni deseo ni ganas de nada.
En un principio pensé que si me olvidaba de ellas, las voces desaparecerían de la misma forma como desaparecieron los peces de colores brillantes. Pero por más que lo intento ellas vuelven a chillar: que pásame la sal, que ya es hora de que te levantes de esa cama y la tiendas de una vez por todas, que cuelgues el teléfono, que tienes que hacer algo trascendente con tu vida y para eso tienes que conectarte con tu espíritu a través de la oración o la meditación, que no estás hablando con nadie, que mires para los dos lados antes de cruzar la pista, que utilices por lo menos unas cincuenta mil palabras distintas para pensar antes de morirte, que no salgas a la calle con piyama, ahhhh las odio, no las soporto, todo el tiempo diciéndome qué debo y qué no debo hacer. Solo quisiera que esta oscuridad se convirtiera en silencio total para poder finalmente descansar de esto. Todo lo que siempre he necesitado aparece dentro de mi esfera y de esa forma sobrevivo y esto no se acaba nunca. Pero las voces, ¿cómo puedo callar a estas voces que no me dejan simplemente irme al infierno en línea recta?
Así que el peque vag quería mantener del otro lado de la línea a las voces, pero era imposible, porque éstas no se cansaban de estar cantando y berreando todo el día mandatos y descripciones absurdas y ruidosas acerca de lo sucedido con Mishima, Kawabata y George Reeves.
De pronto un día su cerebro le dijo: “Eh, mira loco, en realidad mmm, bueno esas voces son resonancias remezcladas de todas tus experiencias pasadas, que tengo que enviarte para que reacciones como es debido y cumplas con tu destino; así que bueno, no es tanto mi culpa como debes creer (esas voces no son mías, son tuyas), sino que así funciona la naturaleza. Y pucha cholito, sé que todo este tiempo no te he tratado como es debido pero ya estás grande y creo que te lo tenía que decir tarde o temprano. Los mitos dicen que llegará alguien a salvarte de ti mismo, loco, ten fe. Ya llegará”.
Sé que las voces quieren suicidarme y seguramente tarde o temprano lo logren. Pero mientras aquella ave roja brille a lo lejos, no puedo morir. Y no sé si es porque ella no me dejará hacerlo o yo no puedo darme el lujo de acabar con mi existencia tan prontamente e irme al infierno así, sin invitación ni nada, sin haber sido llamado, sin saber si soy o no el elegido por ella.
L’ave roja apareció una primavera. Desde ese día no pudo olvidarla. Era como una pluma entre sus manos o un rayo láser perforando sus retinas, un pez más grande que la pecera, con un pico silencioso, y no una trompa aburrida y resfriada, que hablaba de todo y al mismo tiempo no decía nada, que estaba cerca y a la vez lejos, tan dentro y fuera simultáneamente que no podía hacer otra cosa que contemplarla en el mismo silencio. “Si existe la magia en algún universo, es porque ella ha aparecido”, no dejaba de repetirse sin entender bien lo que quería decir esa frase compuesta subordinada. Todavía los domingos, después de almuerzo, la recuerda, como un simio que no puede olvidar el fuego o como un lobo ciego y viejo que no ha podido olvidar la luna para no dejar de aullar. Así que diseñó un plan para volver a verla.
La segunda vez que la vio fue gracias a su sorprendente astucia. La primera vez, nada, solo apareció ahí en silencio y él la vio en medio de la oscuridad sin saber si estaba dentro de las oscuras aguas amnióticas o allá afuera del castillo de cristal y del lenguaje bonito, en ese caótico e incomprensible mundo lleno de perritos y hot-dogs y buzones y edificios y cosas sin sentido. Pero así como un día ella apareció, ella volvió a irse. La misteriosa ave de fuego es así, se dijo. A veces está, otras no. Pero ¿podré hacer algo para que vuelva a aparecer? Y sin quererlo una voz se hizo suya. Una de las infinitas voces que hablaban acerca de noemas y amalabamientos, por una milésima de segundo dejó de hablar de cosas absurdas en ese tono monótono, aburrido y hostil que siempre quiso verlo muerto, para darle una idea, una ansiada respuesta monopalábrica: Llámala.
“Pero… cómo…”, se preguntó. Y mientras nuestro desesperado héroe se preguntaba cómo llamar a un pajarraco rojo que no sabemos exactamente cómo pudo ver un día de febrero en que le pedía consejo a su sabio y drogado cerebro para dejar de oír las voces que lo atormentaban; el reloj seguía marcando las mismas viejas doce horas una vez tras otra.
(Mañana la segunda parte y conclusión)
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2 comentarios:
y ke sucedio?
.esta bello, me gustó este relato, tanto así que he pensado en ti y en mi al leerlo.
no he terminado de leerlo, pero prometo hacerlo en cuan to esta pecera se rompa d euna vez luego de golpearme la cabeza con una comba...
tu, yo, él, nosotros, vosotros, menos ellas...
p.d: anónimo ignorante de mierda
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