Hey K, no sé si sea por tu cuello, tu espalda o tus hombros ahí a unos centímetros de mis manos, pero ahora que he estado sentado detrás tuyo mirándote la nuca y tus brazos gruesos, he ardido de gusto por ti. Y mira, no sé si todavía estés con J, pero he tenido que cambiarme de sitio para no desmayarme de febrilidad, no morir de las ganas hirvientes de tocarte toda, toda, toda la piel y jugar con tus cabellos mientras escuchas a la profesora hablando de crítica literaria feminista, políticas sexuales, estereotipos de mujer, falocracias, machismos y mi pene que no se ablanda, duro de enfermas ganas de penetrarte en el suelo y tirar las carpetas como en una especie de barricadas o graderías desde donde el resto de gente del salón; todos hombres horribles, vacíos, casi tan iguales a mí; liderados por la bruja, por la harpía de ojos muy azules, muy celestes de la profesora; miran en arrobado éxtasis el verdadero motivo por el cual estamos todos aquí sentados: por las puras y putas ganas de joder, follar, tirar, cachar, deshacernos en ojos hinchados de placer, párpados cerrados con lágrimas y retorsiones inexpresables de nuestras extremedidades abrazadas hasta el dolor más intenso.
Hazme doler tanto como te quiero hacer gritar.
Desde ese lado oscuro del que te miraba reclinado sobre la carpeta para olerte o intentar hacerlo, las yemas de mis dedos pasan suaves sobre toda superficie imaginándome tus brazos, tu cuello, tus senos por debajo del sostén, tu vientre corpulento, tu cuello suave por debajo de los pelos delicados que me quiero meter por puñados en la boca para producirme arcadas y vomitar encima tuyo bajo un chorro de agua helada. Turututututu, suena tu celular y contestas. Debe ser tu novio. Me fijo en tu polo naranja, en el broncíneo color de tu piel y busco algún objeto insensible al alcance de mis manos para acariciarlo como si fuese una extensión, pero clitórica y satelital, pero que todavía desconozcas de tu piel, que con el solo roce de unos de mis dedos te haga despertar en ese otro mundo donde siempre es mediodía y todos andamos desnudos y el otro cuerpo es siempre una sábana larga que envuelve una almohada, como tú y tus glúteos o como tú y tus senos o como tú y tus piernas o como tú y tus brazos o tu rostro bajo el toldo blanco de la noche que no acaba nunca. ¿Lo imaginas? Tirarnos, amarnos, frotarnos, revolcarnos hasta que, ¡ya, pues! todo esto se acabe, ardamos, nos hagamos ambos un solo montón de cenizas y otras materias que solo sirven para ser olvidadas, como las palabras, los guiños y los besos, mientras Dios cansado de exhalar vuelva a quedar dormido y qué más da, algún día volver a despertar entre tus brazos y salir a caminar como siempre, con un wiro y unas ganas desaforadas de volver a encontrarte en otro cuerpo que me recuerde a la olvidada placenta que arrojaron mis padres a las llamas el día que nací. A esa primera manta en la que me fui completando, ese primer mundo a mi alrededor dentro del que todo era perfecto y no tenía necesidad de dormir ni estar despierto ni de estar desgañitándome con todas estas frases horribles y palabras inútiles, innecesarias, tontas, que no son lo que quisiera estar haciendo ni escuchando hablar a la profesora sobre la voz dual de las mujeres que socaba los etereotipos por lo bajo como una loca, una esquizofrénica, que proyecta sus crisis de identidad.
Hazme doler tanto como te quiero hacer gritar.
Desde ese lado oscuro del que te miraba reclinado sobre la carpeta para olerte o intentar hacerlo, las yemas de mis dedos pasan suaves sobre toda superficie imaginándome tus brazos, tu cuello, tus senos por debajo del sostén, tu vientre corpulento, tu cuello suave por debajo de los pelos delicados que me quiero meter por puñados en la boca para producirme arcadas y vomitar encima tuyo bajo un chorro de agua helada. Turututututu, suena tu celular y contestas. Debe ser tu novio. Me fijo en tu polo naranja, en el broncíneo color de tu piel y busco algún objeto insensible al alcance de mis manos para acariciarlo como si fuese una extensión, pero clitórica y satelital, pero que todavía desconozcas de tu piel, que con el solo roce de unos de mis dedos te haga despertar en ese otro mundo donde siempre es mediodía y todos andamos desnudos y el otro cuerpo es siempre una sábana larga que envuelve una almohada, como tú y tus glúteos o como tú y tus senos o como tú y tus piernas o como tú y tus brazos o tu rostro bajo el toldo blanco de la noche que no acaba nunca. ¿Lo imaginas? Tirarnos, amarnos, frotarnos, revolcarnos hasta que, ¡ya, pues! todo esto se acabe, ardamos, nos hagamos ambos un solo montón de cenizas y otras materias que solo sirven para ser olvidadas, como las palabras, los guiños y los besos, mientras Dios cansado de exhalar vuelva a quedar dormido y qué más da, algún día volver a despertar entre tus brazos y salir a caminar como siempre, con un wiro y unas ganas desaforadas de volver a encontrarte en otro cuerpo que me recuerde a la olvidada placenta que arrojaron mis padres a las llamas el día que nací. A esa primera manta en la que me fui completando, ese primer mundo a mi alrededor dentro del que todo era perfecto y no tenía necesidad de dormir ni estar despierto ni de estar desgañitándome con todas estas frases horribles y palabras inútiles, innecesarias, tontas, que no son lo que quisiera estar haciendo ni escuchando hablar a la profesora sobre la voz dual de las mujeres que socaba los etereotipos por lo bajo como una loca, una esquizofrénica, que proyecta sus crisis de identidad.
Extraído de: Es más o menos octubre
3 comentarios:
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todo es tan inútil
que solo nos queda utilizar todo como herramienta para tener orgasmos
hacia tiempo ke keria leer algo asi (:
bacán lo escribes amigo
para que ah
causa, kemaste con este texto, está de la putamadre..
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