Es febrero, pero el cielo se ha nublado. Una quieta alegría se me rebalsa del pecho. Una mujer camina con anteojos oscuros y pantalón blanco frente a mi ventana sin verme, buscando algo en su cartera. Sigo sin polo, sin tabas, sin medias y sin deseos. Noto la perfección de este instante como si se tratase de una ecuación matemática. Nada puede hacerme daño. Estoy aquí. Después del apocalipsis sigo aquí. El silencio se ha hecho eterno y es el único que puede hablar sobre la paz.
Lástima que esa mujer no se detenga a escucharlo.
o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
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