Sueños de una máscara empolvándose.
Cofre cayendo al pozo insondable de un ingrato olvido.
Cerveza entibiándose con el verano y los gemidos de una
novia.
Tres cientos sesenta y cuatro días esperando mi próxima fiesta
de cumpleaños.
Inventar un sitio dónde meter toda esta desesperación, este
pánico, estas ganas de gritar y largarme de aquí de un balazo, de un salto por
la ventana. Correr sobre imposibles nubes celestes, el reflejo del cielo en un
espejo de agua roto por los círculos concéntricos de un delicado y dedo
gordo de pie níveo. El serio problema de vivir en un mundo en el que el soñador es
tomado por estúpido y el sabio consejo de la experiencia es ir bailando al
patíbulo, camuflado entre la masa, al ritmo de moda, como lo hicieron nuestros
venerables ancestros, contando en otras noches historias de ejemplares rebeldes,
buenos como íconos bestsellers con los que los adolescentes galantean y excitan
a las hembras y/o a cualquier organismo sediento de amor desinteresado, como los que abundan en los mercados.
Solo tenemos este instante para salvar a la humanidad, lo hemos venido haciendo
a lo largo de la eternidad. El caballito miró por la ventana, con lágrimas de
nostalgia, cómo la vieja ciudad se hacía cada día más pequeña y el resto de la
realidad, esa inexplicable red, se deformaba frente a él, mientras el tiempo se
hacía cada segundo más lento que el anterior y su propio ser se desplegaba como
un rayo láser a la luna, al delicado quiebre donde platos de vidrio se rompen
en vidas pasadas y los sentimientos e impresiones cuelgan clavadas a las
paredes del recorrido mágico que atraviesa los salones, pasillos y edificios
del museo metropolitano que el espíritu en todas sus manifestaciones tiende a construir
alrededor suyo: las ramas del árbol por los que se columpiaban sus padres
biológicos, las costumbres que cientos de años de opresión no han podido borrar
en la memoria de un pueblo en armas que se niega y resiste a la inevitable erradicación, en la
supremacía de la ideología que ha manufacturado el mundo de la forma que le ha
venido en gana desde que encontró cómo hacerlo, todos esos caminos harto
transitados que hoy constituyen los penúltimos bastiones de la obstinación, la
muy familiar habitación en la que duerme cada noche y en la que puede apagar la
luz, el saludo, el abrazo, la despedida, el mundo con sus árboles, insectos y
fósiles hidrocarburizándose para la explotación del zancudo imperial;
nuevamente todas esas cosas que escogemos para no sentir que estamos flotando
en el espacio exterior o todas aquellas cosas con las que nos mentimos a
nosotros y a los demás, básicamente para masturbarnos, pero para poder alimentar
a nuestros hijos (¿ves? así es como te mientes, pensando en tus células perdidas y los más egoístas en sus nuevas prótesis y/o cirugías), para evitar lo urgente; y caía en ese sueño que siempre ha
sido motivo de burlas: su propia utopía envuelta en sábanas, ciega anciana.
Pido permiso para aterrizar. Entonces fue cuando sacó el
cuchillo que llevaba en el bolsillo interior de la casaca y lo clavó en el
brazo de la señorita, cuyo novio había salido a comprar el periódico. Los patines
estaban tirados en el suelo así que le volvió a asestar algunas puñaladas más. Su
esbelto cuerpo se resistió en un primer momento, pero luego cayó al suelo ensangrentado.
Él se agachó y la tomó en sus brazos. Ella mantuvo su hermosa mirada. Luego fui
al baño, regresé apagué la computadora. Vi que todavía me falta ver Luz
silenciosa para poder devolver las tres. El cine que desearía jamás ver con mi
novia. Prefiero el cine que no puedo terminar de ver nunca con mi novia.
Mis sueños son bastante simples por lo general. Hoy soñé con
un capítulo de la saga cell de Dragon Ball Z, al despertar vi que el proceso de
mi computadora había llegado a feliz término así que le puse el logo a otro
video, lo dejé renderizando y me volví a dormir. Entonces soñé que Radiohead
daría un concierto gratuito en Barranco y fui en bicicleta (ayer soñé que me
habían robado los frenos). Cuando llegué subí y en mi cuarto estaban Thom York
y Ed O'Brien, de la habitación entraban y salían fans con sus modernas cabezas, los cuerpos envueltos en sensuales indumentarias. Los besaban. Entonces
me acerqué contento con un papel y les pregunté un par de cosas que no
recuerdo. Quería salir y decirle a todo el mundo: hey, estos dos están en mi cuarto,
no puedes creerlo. Entonces les pregunté qué se siente ser semidioses y se
miraron el uno al otro y dijeron que ya se tenían que ir a tocar. Luego
volví me puse a volar como si tuviese propulsores en las muñecas de las manos y
en las pantorrillas, di un par de vueltas cerca al techo y bajé para escuchar. El escenario
estaba muy lejos y alguien que estaba abrazando a su chica me dijo que si quería ver que me
acercara y yo dije: ok. Había una mesa de comedor con esta banqueta larga y me
senté en el único espacio que había entre dos chicas. Luego el novio de la que
estaba a mi derecha me puso la rodilla en la espalda y con el pie me intentó
mover más a la izquierda. Me paré, lo empujé y me fui. Cuando ya faltaba poco para ver nuevamente el escenario, desperté. ¿Estaba de más decir que desperté?
Qué desazón, abrí la computadora nuevamente y vi que…
mierda, qué vi, no puedo recordar. Pero fue en ese momento a las cinco de la
mañana; cuando todavía no había comenzado ese mágico instante en que el cielo
adquiere una tonalidad eléctrica única: tornasol de púrpura, azul, celeste
eléctrico y finalmente gris; que puse la pela de Reygadas y levanté las pesas. Más tarde tuve ganas de sentarme a escribir un informe.
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