No tengo tiempo para nada ni siquiera para dormir en las combis. Ni para tocar con uña, cuando nos juntamos para hacer música en la sala de ensayos, solo llego grito un poco y me voy. No tengo tiempo para pensar mientras estoy en la clase rodeado de manos que escriben en cuadernos con páginas anilladas. No tengo tiempo para escribirte, porque no tengo tiempo para nadie. No tengo tiempo para ser feliz ni sonreír, porque estoy demasiado ocupado haciendo cosas demasiado importantes para personas con vidas demasiado hiperbólicamente exageradas que están haciendo cosas todo el tiempo.
No tengo tiempo para prestarle atención a los aviones porque la música me tiene en otra al caminar del paradero a mi casa. Mucho menos puedo estar tranquilo conversando en una banca porque tengo que pararme e ir siempre a otro sitio para descubrir que estoy tarde para llegar al siguiente. No tengo tiempo para soñar, porque en dos horas a penas se puede pestañear para continuar al amanecer con las mismas cosas absurdas que se hacen todos los días, comer sin tiempo para saborear, hablar sin tiempo para conversar, caminar sin tiempo para pasear, mirar sin tiempo para contemplar, ir de un lado otro sin tiempo para viajar, y atravesar la realidad sin vivirla de verdad.
o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
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