Minutos antes de salir hacia su casa, realmente sin pensar en casi nada, me siento a escribir esto. Hay un loco que toma desayuno conmigo y se masturba en la calle. La primera vez que lo vi le dije: hola Diógenes, el perro. Estaba leyendo el periódico, lo del premio Princesa de Asturias a Zygmunt y al otro tróglodo socióloco, que leía de vez en cuando, cuando trabajaba en la librería, qué sé yo, era algo sobre la modernidad, en fin. El tema acá es el amor líquido, que ahora la gente tiene más relaciones por minuto que nunca, el Dr. Antonio me llamó para hacer un cambio de último minuto en la imprenta, pero ni el jefe de preprensa se asoma un domingo por su centro laboral, y nadie quiere comprometerse en proyectos amorosos de largo plazo ni en jornadas amatorias de duradera envergadura mientras en el departamento del costado, el hotel estaba bonito, estaban escuchando radio felicidad: una canción de esas de Nino Bravo o Nino Sexto.
Desperté en el sofá de su casa bajo un edredón, lo siguiente que recuerdo es que ya no se me podía parar así que volvimos a salir a la avenida y era ya más del mediodía. Dormir a su lado es morir en la felicidad absoluta.
Ese sonido vintage me destruyó, la letra no me importa, la música de esa canción y los coros son adorables, amor amor amor. Llegaré un poco tarde a su casa, con los sánguches fríos seguramente y veremos Pecker abrazados y me siento el hombre más afortunado del planeta. ¿Oe rata, esa pela no tratará sobre pequetrón, no?
o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
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