Radiofotón era un muchacho que los fines de semana iba a fiestas a aburrirse un rato y luego regresaba a casa a inventar una historia que contarles a sus padres cuando al olerlo a humo le pregutaran ¿qué tal la fiesta, hijo? Entonces diría: ah, de la puta madre, viejo. Conocí a una señorita de ojos verdes y chalina morada que tenía cara de callada, que conmigo se abrió o no sé. Me contó de lo sola que estaba y quería pasarla con alguien pues no era de acá. Bailamos toda la noche, pero me olvidé de pedirle su teléfono y no tengo forma de volver a verla. Lo peor fue que al despedirme dijimos que la próxima vez que nos viéramos sería para siempre.
¡Ay, hijo! De esa forma vas a estar solo siempre. Qué importa, decía Radiofotón al cerrar la puerta de su habitación. Igual no quiero conocer a nadie. Aunque un día de esos en los que sin trabajo, sin dinero y sin ganas de salir, una luz entró por su ventana y le hizo el habla.
- Bueno, mira eres un buen chico así que te voy a hacer compañía.
Desde ese día Radiofotón no gasta en focos para su cuarto ni sale a fiestas a aburrirse, sino que se la pasa tirado en su cama rodeado de libros que alterna durante horas de lectura alumbrado por esa luz que se encariñó con él.
Ahora, la historia de la luz es distinta. Era, para empezar, una lucesita monse y temerosa, que toda su vida se había entregado a los hombres que le habían gustado, sin llegar a ser una regalona tampoco. Digamos que era una adolescente loquilla, entonces iba a las fiestas a iluminar con su bonita luz a esos hombres que sin darse cuenta la enamoraban. Pero estos señores de la noche, cegados por las otras atronadoras y refulgentes luces que ardían sobre sus pieles como tatuajes mientras realizaban esos sensuales bailes perreicos que suele bailar la juventud, cuando desenfrenada y drogada, no le queda otra que seguir el sendero fálico, que la autoridad ha marcado en medio del aturdimiento de las estentóreas luces. No la veían ahí, brillando a solas, alumbrando con sombras los cuerpos de todos a su alrededor, alimentando el gusano sexual que pone en movimiento al resto de máquinas, la serpiente que anima al árbol de la vida, la misma que pone la manzana al frente de cada luz.
Nunca le importaba lo que sucedía a su alrededor, sino solo lo que ocurría en su corazón a la deriva en el océano de pieles y sudor, pero un día saliendo de una fiesta sin querer regresar a casa aún; no sé si porque no recordaba dónde quedaba o porque realmente quería seguir divirtiéndose en los exteriores salvajes, dado que a las 10 a.m. la noche sigue siendo virgen, la única a esas horas; encontró la habitación con el fluorescente verde de patio, dentro de la cual un chico escuchaba ¿theremyn4?
Como Radiofotón nunca abría la cortina de su cuarto para que la gente que pasa por la calle no lo viese en calzoncillo tenía la luz prendida, fluorescente y pacífica, en medio del techo cuadrado, Lucesita entro por la ventana a ver qué pasaba en ese cuarto a las 10 a.m.
El resto de la historia ya la saben. Fueron medianamente felices, discuten de rato en rato. A veces salen, ella de compras, él a ver en qué están los amigos o viceversa o las dos cosas al mismo tiempo o se quedan a escuchar música y ver pelas mientras comen galletas o chifles con papitas fritas y cifrut. A veces alguno de los dos dice que se deprime y que no hay nada que hacer y que nada tiene sentido, pero a ninguno le dura más de dos días. Nunca se piden perdón, pero se perdonan todo.
Extraído de: Pirateen esto hijos de perras o el libro de las variedades invariables
o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
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