Ayer te escribí cinco cartas distintas, para terminar no pudiendo decir nada.
Lo cuál se me ha hecho ya una dolorosa costumbre.
Estoy muriendo, nunca me había sentido mejor en mi vida.
Así deberían sentirse todos para que el mundo sea un lugar que valga la pena, vacío de palabras
pero lleno de sensación, emoción y todo lo que no puede decirse con exactitud.
Se cierran los salones románticos en la historia universal de mi vida.
Vamos despegando hacia otros cielos.
Quiero a una Kim Gordon, siempre como ella y solo ella;
a una Kim Deal, que con cara de santa me haga gritar con solo verla;
una asesina
Courtney Love;
a una María Fernanda Aldana
que me chupe la pinga
y cante sedada conmigo
mientras hago el Ruido con anteojos oscuros.
A una ponja arty como Yoko Ono,
pero más parecida a Ikue Mori, Kazu Makino o Satomi Matsuzaki, (noten el orden evolutivo de la típica chinita indie)
que esté loca y
me acompañe siempre,
sobre todo en mis paseos por
la ciudad de mierda
y le entre a todo
y me meta
de colado.
¡Qué me quite el frío!
¡Qué me quite el sueño!
¡Qué me lo enseñe todo!
como al alumno más aplicado
y desamparado
de su clase para ser Ian Curtis.
Tú y yo
somos como el pequeño panda Mac Elroy y Jamie Stewart.
El sexo está absolutamente deconstruido entre nosotros.
o la destrucción de las formas inquebrantables. Sobre cómo tres muchachos decidieron poner un puesto de pop corn en la avenida y de cómo las monjas chinas les preguntaron dónde quedaba el jardín oscuro de Schöenberg, ellos al ver que las uniformadas en el hábito de nuestro Señor Jeremías Equisto no llevaban peniques ni chibilines, las mandaron al desvío sin percatarse que el camino que les señalaron con desidia las llevaría a través del tortuoso sendero de una felicidad infinita.
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